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Liga de Campeones | Barcelona 1 - Real Madrid 1

Se cruzó otro árbitro

De Bleeckere anuló un gol legal de Higuaín que hubiera adelantado al Madrid. Pedro marcó poco después y el empate de Marcelo no bastó.
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<b>CARVALHO SE JUGÓ LA ROJA. </b>Carvalho vio la amarilla muy pronto, en el minuto 12, por una entrada a Messi. Eso le condicionó el resto del encuentro. A pesar de eso siguió jugando con contundencia, andando sobre el alambre con otras entradas a Messi cuando el argentino recibía entre líneas, de espaldas (en el 44' llega tarde y le pega una patada por detrás). Pero acabó el partido.
CARVALHO SE JUGÓ LA ROJA. Carvalho vio la amarilla muy pronto, en el minuto 12, por una entrada a Messi. Eso le condicionó el resto del encuentro. A pesar de eso siguió jugando con contundencia, andando sobre el alambre con otras entradas a Messi cuando el argentino recibía entre líneas, de espaldas (en el 44' llega tarde y le pega una patada por detrás). Pero acabó el partido.

Es muy probable que en cualquiera de los mundos posibles el Barcelona hubiera eliminado al Real Madrid. Fundamentalmente, porque juega mejor al fútbol y ese camino todavía es el más corto. Sin embargo, nos quedaremos sin saber cómo hubiera afrontado la desventaja de un gol en contra en el minuto 46. Al anular ese tanto, el árbitro anuló también dos posibles hazañas, la del Madrid y la del Barça. Al mismo tiempo, su error cargó de razones a quienes denuncian favores arbitrales al Barcelona. Desde anoche tendrán un último ejemplo, mucho más claro y determinante que la expulsión de Pepe.

Desde este punto de vista, ocurrió lo peor para el fútbol. En una jugada indiscutible y sin sombras, el belga De Bleeckere se inclinó por la más retorcida de las interpretaciones: señaló falta de Cristiano a Mascherano por un tropiezo involuntario, provocado, además, por una falta anterior de Piqué al propio Cristiano. Da igual si el árbitro pitó antes de que marcara Higuaín, porque delantero y portero se aplicaron al máximo y su duelo terminó en gol. Da igual que las mejores ocasiones, hasta entonces, hubieran pertenecido al Barça, suyo el dominio y el juego. Desde ese instante se trazó un partido distinto y se abandonó un argumento mucho más interesante para la épica y para el espectáculo. A partir de ese momento, el partido, y por extensión la eliminatoria, admite un análisis que se aleja del fútbol y que los más moderados llamarán infortunio y los más atrevidos conspiración. Nunca sabremos qué habría pasado si Mourinho no se hubiera inmolado tras la expulsión de Pepe y jamás tendremos noticia del partido que se jugó en el Camp Nou con el Madrid por delante.

Lo que sí demostró el cuarto Clásico fue que se puede jugar al Barcelona con valentía sin recibir más castigo que siendo un cobarde. El empate final dignifica la actuación de un Madrid que ayer jugó en lo posible al ataque, y que en campo ajeno resistió un cruce de contragolpes que hubiera quebrado la cintura de un gigante.

Es una pena que las excusas vuelvan a rodearnos y es una pena mayor que sean razonables. Ni lo merece el fútbol del Barcelona ni el sudor del Madrid. Tampoco es justo para los jugadores, que ayer hicieron un esfuerzo de conciliación que sólo se saltaron, a última hora, quienes no visten La Roja. Resulta una lástima que el final que tenía preparado Guardiola, la feliz reaparición de Abidal, sea la guinda de un pastel amargo.

El arranque. Pero vayamos por el principio de la historia, aunque hoy nos parezca ya prehistoria. Una tormenta primaveral se desató horas antes del partido, una tormenta que no dejaba caer gotas, sino vasos de agua. Hubo quien miró al cielo y sintió una presencia superior, como si desde arriba, cansados de tanto endiosamiento, hubieran decidido jugar. En el Antiguo Testamento se manejaban así. Plagas contra la soberbia humana. Ayer no se llegó a tanto, pero algo nos quedó claro: el riego ya no sería excusa. El campo estaba encharcado por causas naturales y por si alguien se salía del tiesto el cielo ofrecía un variadísimo repertorio de rayos y truenos. De Bleeckere se libró.

Si la tormenta eléctrica se apaciguó es porque Mourinho vio el partido desde el hotel, o eso se supone a estas horas, a falta de que alguien revele que lo vio disimulado con una barretina o vestido de la Cruz Roja.

Estuviera en albornoz o disfrazado, su alineación fue una sorpresa. Jugaba Kaká, quizá porque el chico tiene buenas relaciones más allá de las nubes. O por fe. O por venganza. Y también era titular Higuaín, el delantero más inteligente de la plantilla, aunque el menos en forma. El balance final fue cruel con el primero, vaporoso e insustancial, y confirmó el escaso rodaje del segundo, al que queda el refugio del gol anulado.

Empapados por la lluvia, los primeros compases nos descubrieron un nuevo partido, la cuarta versión de un Clásico. El Madrid presionaba la salida del Barcelona, pero sin la ferocidad de la Copa. Era una presión más selectiva, que no exigía tanto desgaste físico.

En esas condiciones, el Barça no tuvo problemas para seguir practicando ese rondo ambulante que igual despliega en el área enemiga que en el área propia. Es un equipo con una resistencia patológica al patadón, antes muerto que sencillo, y eso, que muchas veces resulta admirable, le hace correr riesgos suicidas. Así llegaron algunas de las ocasiones del Madrid, o mejor será decir, algunos de los mayores sustos que se llevó el Barcelona.

Con el partido encajonado en 30 metros, el Barça se fue adueñando del juego y el público llenó de olés la Ciudad Condal y anti-taurina. Para el Madrid la mejor noticia fue terminar la primera parte con empate a cero. Había salvado el cuello después de un asedio del Barcelona que se había concentrado en diez minutos de tiroteo, con cuatro oportunidades clarísimas que, o silbaron junto a los palos, o fueron repelidas por Casillas, extraordinario otra vez, con más brillos y palomitas que una tienda de chucherías.

El meollo. La segunda mitad comenzó con el gol mencionado, el de Higuaín, el que nunca subirá al marcador aunque ya le hemos puesto nombre. A los siete minutos de esa jugada, y con el visitante visiblemente conmocionado (mejor no imaginar a Mourinho y su ira sobre el mobiliario de la habitación), marcó Pedro. Aprovechó un formidable pase vertical de Iniesta, que se filtró por los poros de la defensa del Madrid.

Con esa flecha asomando por el costado, sucedió lo menos esperado y lo más meritorio. El Madrid se rehízo. Agitado por la entrada de Adebayor (en lugar de Higuaín), el equipo se alocó un poco y mejoró mucho. Se adelantó varios metros, se cargó de ira y dejó de preocuparse tanto por la contra rival. Es la energía de la desesperación, la misma que cantó el pirata: "Qué es la vida, por perdida ya la di cuando el yugo del esclavo como un bravo sacudí".

El resultado, más prosaico, es que Marcelo empató cuando no habían transcurrido diez minutos. Fue un gol de Marcelo, sí, fruto de sus usurpaciones de los territorios del delantero centro, pero fabricado por Di María. El Fideo chutó al palo tras un recorte esplendoroso y después, todavía en pie, recogió el rebote para asistir al lateral, toma, tuya, vámonos.

El encuentro se liberó de estrategias y se convirtió en una sucesión de contragolpes donde el milagro fue que no marcara nadie y que Adebayor no dejará víctimas mortales. No diré que fueron minutos de gran hermosura, pero sí resultaron de gran dignidad. El juego, por fin, campaba a sus anchas.

Conclusión. No le alcanzó al Madrid para conseguir el segundo gol, el de la histeria. Esta vez no fueron suficientes las piernas de Cristiano, ni el Barcelona se descompuso tanto como en otras ocasiones. El premio estaba demasiado cerca y la afición también, jaleando, cantando, tan satisfecha por estar en la final como por perder de vista al Madrid, al menos hasta la Supercopa, el próximo agosto que ya asoma.

Lo de Abidal, ya digo, quiso ser el broche a una película de Frank Capra, culminada con un entusiasta corro en el centro del campo. Sin embargo, algo más lejos, quedaba un fleco, un partido sin jugar, un gol en el limbo y un pero en la sincera enhorabuena al Barça. Felicidades, pero...