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Liga de campeones | Valencia 1 - Chelsea 2

Gana el fútbol puro y duro

Un gol de Essien en el 90' fulmina al Valencia. Morientes marcó primero y estrelló un balón en el palo. El equipo ché se cayó en la segunda parte mitad

Actualizado a
<b>SILVA Y VILLA, ABATIDOS</b>. Essien puso al Chelsea rumbo a semifinales cuando el partido se encaminaba hacia la prórroga y los valencianistas vieron como todo su esfuerzo de 180 minutos se vino abajo en el último suspiro. Silva, autor de un extraordinario tanto en Stamford Bridge, y Villa se mostraron desolados al tiempo que los ingleses celebraban eufóricos su clasificación.

Recibir un gol en el minuto 90 no es caer de la peor manera posible. Es peor no llegar a ese instante, perder por siete, morirse antes. No hay nada indigno en comerse la bala del último suspiro. Hay una honorable lección que aprender, otra, quizá la última. El enemigo no es la suerte, incontrolable, sino el cabo suelto, ese que dio vida al Chelsea cuando parecía malherido, allá por la primera mitad, aquel recuerdo que ahora nos parece de otro mundo. Esa melancolía de la ocasión perdida y del poste que retumbó desangró a un Valencia que desaprovechó su momento, su tiempo y su parte, y que luego ya no tenía fuerzas para más.

Así lo creo. Tal y como llego el Valencia a los instantes finales, la prórroga no era un salvavidas, sino una prolongación del sufrimiento, una lejana esperanza de milagro. No fue Essien el asesino, ni tampoco se puede culpar a Cañizares por no proteger su palo, aunque debió hacerlo. La eliminación se fraguó en el desgaste anterior y en esa erosión tuvo mucho que ver la fortaleza del Chelsea, su perfil de acantilado. Es cierto que este equipo tiene algunos puntos débiles, pero te los enseña sólo una vez, si acaso. Y si no clavaste tu lanza entonces, prepárate para morir.

Es una pena, pero debería ser un dolor orgulloso porque el Valencia estuvo muy cerca de derribar a una de las formaciones más temibles del mundo, el Titanic de Abramovich. Y lo intentó sin miedo y sin trucos sucios, con un plan que en su inicio parecía casi suicida, de puro valiente. Jugaba Morientes, esa era la sorpresa. Morientes, Villa, Joaquín y Silva, cuatro atacantes, para defender un empate que otros hubieran protegido alicatando hasta el larguero. Quique era consciente, más que nadie, de que el esfuerzo debía ser agónico, pero concentrado en los primeros 45 minutos, el tiempo que duraban el oxígeno en los pulmones. Las lesiones están haciendo muy larga esta temporada al Valencia.

Después de varios acercamientos del Chelsea en saques de esquina, más confusos que mortíferos, el Valencia reventó el partido. En una contra, Villa conectó con Morientes, que disparó al galope un misil que pudo partir en dos el poste. Todavía atronaba ese cañonazo cuando el Moro abrió el marcador. Un pase de Joaquín desde la derecha voló sin que lo alcanzara ninguno de los que saltaron en su busca, varios sabuesos. Fue cuando el balón rebasó ese bosque con muelles cuando apareció a ras de suelo Morientes, que remató con la zurda, lanzándose en cuerpo y alma.

Mestalla enloqueció y el Chelsea acusó el puñetazo, aunque el gol no modificaba sus objetivos: marcar dos goles. Eso era lo malo, que no les obligaba a pensar, ejercicio peligroso para los monstruos de todo tipo y condición. Todavía veían estrellitas a su alrededor cuando una internada de Villa por la línea de fondo volvió a sembrar el pánico en los ingleses. La jugada se resolvió con un tiro de Morientes que sacó bajo palos Ashley Cole y un posterior remate de Silva taponado por la defensa. No lo supimos entonces, pero ahí estuvo la eliminatoria, en esa rendija.

Drogba. Después de ese acoso, el Chelsea recuperó la figura y aún disfrutó de buenas oportunidades antes del descanso, la mejor, un cabezazo de Drogba que repelió Cañizares en el ángulo de la escuadra. Conviene destacar que el partido del marfileño, aunque no contó con el premio del gol, volvió a ser impecable, más aún si pensamos en su batalla con Ayala, de la que cualquier otro futbolista habría salido para internarse un año en un spa.

En la reanudación, sin tiempo para meternos la camiseta por dentro del pantalón, marcó Shevchenko. Un balón perdido, tonto por más que lo vemos, se enredó entre Ayala y Miguel y el ucranio disparó a quemarropa. Un jarro de agua fría y un gol muy del Chelsea, ese equipo al que las aficiones rivales gritan el insulto que más duele porque es verdad: "¡Boring, boring!" ("¡Aburridos, aburridos!").

Me da la impresión de que al Valencia, más que el gol, le aturdió el error propio, ese golpe de inmerecida mala suerte. No había sido una jugada desafortunada, ni siquiera una jugada. Fue un rebote de un rebote, un flechazo del destino, un mal augurio.

Lo que siguió fue un monólogo de los royal blues (así se denomina el tono azul de la camiseta del Chelsea). Shevchenko, renacido, buscó la escuadra con un tiro lejano y casi la encuentra. Luego el árbitro se envalentonó y Ayala vio la amarilla donde menos la mereció, en una entrada casi en el medio campo. Después fue amonestado Moretti. Justo cuando los dos centrales entraron en régimen de libertad condicional, el partido se hizo más físico, más homicida. Ellos con el cuchillo y nosotros en camisón transparente. Mal asunto y mala película para nuestros intereses.

A esas alturas, el área del Valencia era un pim-pam-pum. Y faltaba todavía media hora. El encuentro se parecía mucho al de la ida: el Valencia, que había empezado dominador, había sido dominado. Eso temimos, y debimos firmarlo. No lo hicimos. En plena tormenta se fue Morientes, agotado, sustituido por Angulo. Era un intento de Quique por tapar las vías de agua que había abierto la entrada de Joe Cole, que reordenó al Chelsea y le descubrió las alas. Resulta curioso que Quique y Mourinho, dos entrenadores tan tácticos, apenas se movieran en esos instantes de máxima tensión, sentados en sus banquillos, impávidos, seguramente porque se veían incapaces de influir en ese fútbol extremo, absolutamente entregado a los futbolistas, a su ingenio y, sobre todo, a su fuerza.

El último tren del Valencia pasó a falta de doce minutos para el final. En uno de los escasos acercamientos locales en la segunda mitad, Angulo hizo lo más difícil, que era recortar dentro del área al defensa, tener esa sangre fría, pensar en la boca del volcán. Lo siguiente debió ser gol, pero fue un balón al cielo. No lo devolvieron. No digo que el remate fuera sencillo, porque no quedaba nada sencillo. Digo que fue la última mano que nos tendieron.

El miedo. A siete minutos del final, Cañizares respondió con una parada sublime a un cabezazo de Ballack, que se ha quedado para eso (una pena). Su manotazo rechazó el balón de abajo a arriba y tardamos décimas eternas en saber cuál sería el destino de la pelota. La grada, finalmente. El miedo.

Un clásico hubiera dicho que se mascaba la tragedia y era eso precisamente lo que se cocía. Cuando ya hacíamos cálculos sobre las consecuencias de la prórroga (fúnebres, casi todas), Essien se internó por la derecha y chutó con todas sus fuerzas, que dan para levantar un camión, no importa el minuto de juego. El balón se convirtió en proyectil y botó antes de entrar, pero lo hizo mortal que Cañizares perdiera la referencia del palo más cercano. Así se cerró el telón, por KO. Un final extraño, tan frío como un gol de oro, porque eso es lo que fue justamente.

No sé si el Valencia llegó a sacar de centro, y da igual, sólo recuerdo el silencio del estadio, el ruido de los ingleses. No es fácil olvidar el desconsuelo, pero hay mucha dignidad en esta eliminatoria y en la lona que besamos. Ningún equipo español llegó tan lejos como el Valencia y pocos pondrán en tantos apuros a esta mole esculpida con cheques y talento. Y lo mejor no es eso. Lo mejor es que la respuesta al gigante no fueron las bombas ni los escondrijos, ni siquiera la piedra que lanzó David a Goliat. Fue el fútbol, puro y duro. Tan duro como ayer.

El detalle: Unas tijeras del Chelsea

En la primera mitad, el árbitro se dirigió al delegado de campo para entregarle unas tijeras que supuestamente alguien había lanzado. Pero no fue así. Las tijeras eran del masajista del Chelsea, que se las había dejado olvidadas en el césped tras atender a Drogba.