E.Pérez de Rozas

Matallanas y los ojos de Pepo

Mientras viva, nunca, jamás, olvidaré el día que mi hermano José Luis, Pepo para todos, me dijo que le acababan de diagnosticar una ELA (Esclerosis Lateral Amiotrófica). "No es inmediato, Emilio. No me voy a morir mañana, ni el mes que viene, ni siquiera el año que viene. Pero sí me moriré de eso", me dijo, tomándonos un café con leche en una de esas antiguas mesas de mármol del Casino de La Garriga donde vivía y donde era uno de los principales motivadores (ahora dirían, emprendedores) de la vida estudiantil, social y política del pueblo. Pepo, decían, era la mitad del Colegio Tagamanent, de Primaria. Y yo lo confirmo, porque era el 58% de nuestra familia, él solito.

Leo un enternecedor artículo de mi amigo Alfredo Relaño en As y pienso en los hermanos Matallanas. Y en mi, que no hay día, ni casi hora, que no recuerde a Pepo (y eso que se me han muerto mi madre de leucemia, muy joven; el monstruo de mi padre, recién jubilado y cuatro hermanos más) y no ceso de recordar la vida que llevó, que sufrió Pepo, su esposa Miriam (ya fallecida, de otro maldito cáncer) y sus maravillosos hijos Laia y Adrià. Todos, por supuesto, millones de veces más valientes y fuertes que yo. Tan fuertes como los Matallanas, creánme.

Pero de lo que más me acuerdo, no son de esos tres años de dolor, de incertidumbre y, sobre todo, de desesperación, viendo como Pepo se apagaba, paso a paso, y se iba reduciendo a la nada sin que nosotros (ni los maravillosos médicos que nos rodeaban) pudiésemos impedirlo. De lo que más me acuerdo, cuando cada noche apago la luz de mi mesita de noche, es de la mañana que acudí a un viejo edificio que la Generalitat había habilitado en mitad del barrio de Gràcia, con enorme tacto, y donde en cada piso había dos o tres oficinitas, pequeñas, minimalistas, repletas de gente maravillosa. Era un edificio dedicado, única y exclusivamente, a familiares, asociaciones y amigos de gente que padecían extrañas enfermedades, es decir, en aquel tiempo casi desconocidas para la mayoría de nosotros.

Antes de compartir la noticia, el desastre, la desgracia, el dolor, con mis hermanos, preferí pasarme por el despachito habilitado para la gente que mimaba a pacientes de ELA. Eran maravillosos. No podían ser de otra manera. Y la pareja que me atendió, ya mayor, había repetido, sin duda, esa misma explicación cientos de veces. No fui yo, no, el primer familiar de un paciente que acudía allí para saber qué era la ELA y, sobre todo, cómo se comporta, hasta donde llega su nivel de voracidad, su capacidad para provocar dolor, desesperación, desolación y muerte.

No les contaré lo que me contaron. No. Pero sí les pediré que se interesen por ella, por esa bestia llamada ELA. Y, entonces, no se tirarán un cubo de hielo o agua (gesto que suele hacerse público en apoyo de los que padecen esa terrible enfermedad), sino que se vaciarán el mar entero sobre su cabeza. Solo les contaré cómo, al final de una maravillosa charla (donde solo lloré yo, y mucho, a mares, a cubitos), el caballero, que había perdido a un hijo, me miró y me dijo: "Que lo sepas, Emilio, Pepo acabará hablándote con los ojos, que será lo único que le quedará vivo, solo podrá expresarse con los ojos, sí".

Y así fue. Pero piensen que Pepo era 'superman'. Un triatleta de los buenos. No competía, ni ganaba, porque le daba igual. Lo juro, pudo ser olímpico, pero no lo fue, no. Hacía deporte por los niños y niñas del Tagamanent, iba en bicicleta por Adrià, jugaba a basket por Laia, corría para desconectar. Pero, que lo sepan, Pepo era de acero inoxidable. Lo tocabas y tocabas cemento armado. Pues esa ELA asesina se lo desayunó, comió, merendó y cenó en tres años.

Primero acabó con sus piernas, luego con sus manos, luego con sus brazos, luego con el habla...y nosotros fuimos haciendo lo que podíamos. Cambiaron de coche, de hábitos, de casa....pero nunca de amigos, ese ejército de La Garriga, el mismo que ha logrado que el Ayuntamiento del pueblo le dedique una calle junto a su querido colegio. Y esa gente se desvivía por él. Y él, con sus ojos brillantes (también ese brillo, esa luz, se le fue apagando), les iba pidiendo agua, que subiesen el volumen de la tele, cambiasen de canal porque no se quería perder el Barça o le pasasen la hoja del libro. Todo con las pupilas, lo juro.

Esa ELA acabó con su vida, pero nunca pudo con su espíritu ni con su ánimo. Pepo murió, pero no se rindió. Es verdad que la ELA le anunció que iba a por él y él, entonces, tuvo tiempo de hacer las dos o tres cosas que más ilusión le hacían (hasta donde el dinero le llegaba, que no era lejos), pero, mientras pudo, se rió de todo y nos ayudó a todos a no tenerle penita. Odiaba que le tuviesen compasión.

He leído a Alfredo y les cuento todo esto porque sé que hay, las he padecido en mi propia casa y familia, enfermedades dolorosísimas, todas incurables, pero ninguna nos mata como la ELA. Te apagas poco a poco. Y los tuyos te ven languidecer mientras les salen las canas, se les arrugan las manos y, al final, descubren, en efecto, que tus ojos son tu habla, tu lenguaje, la manera de corresponder a tu cariño y mimos, la forma de gritarte "sigo aquí, no te vayas antes que yo".