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366 HISTORIAS DEL FÚTBOL MUNDIAL | 19 DE JUNIO

El telegrama de Mussolini: «Vencer o morir» (1938)

Actualizado a

Aquel Mundial de 1938 se jugó en una Europa en la que ya sonaban tambores de guerra. De hecho, en España ya había estallado la nuestra propia, antecedente de la otra. En Europa se desataría al cabo de un año. España no estuvo en este Mundial, claro, enfrascada en su guerra. Austria tampoco, su wunderteam había sido absorbido con el anschluss, sus jugadores incluidos en la selección de la «Gran Alemania». Italia, campeona cuatro años antes en su propia casa, defendía su título en Francia, terreno del adversario político. Cuando las dos selecciones se enfrentaron, en cuartos de final, e Italia tuvo que ceder el azul, color también de la anfitriona, vistió el color negro del partido fascista italiano, lo que fue considerado como una provocación. Italia saludaba antes de cada partido con el brazo en alto, igual que Alemania.

Pero además de todo eso, los italianos tenían un buen equipo, con un magnífico conductor desde el banquillo, Vittorio Pozzo, uno de los grandes estrategas de la historia del fútbol, un hombre cultivado, que había estudiado Comercio y había conocido mucho mundo antes de convertirse en el gran conductor de la azurra. Y tenían un móvil: su Mundial anterior, en casa, había dejado una polvareda de críticas. Se les acusaba por haber utilizado a los oriundi, descendientes de italianos nacionalizados a toda prisa y conveniencia tras traerlos de Argentina o Brasil para reforzar artificialmente el equipo; se les acusaba de protección arbitral exagerada, de la que gozaron largamente en los cuartos de final, frente a España; se les acusaba de haber abusado del juego duro. Aquel primer título de Italia no gozó del reconocimiento que sus ganadores hubieran deseado.

Por eso era importante este Mundial, que Pozzo preparó a fondo. Remozó el equipo (del de una final a otra solo repitieron los dos interiores, Meazza y Ferrari) y cuidó cada detalle. Italia fue ganando: 2-1 a Noruega en octavos, 3-1 a Francia en cuartos, 2-1 a Brasil en semifinales gracias, en parte, a que los brasileños, arrogantes, decidieron reservar a Leônidas, Brandão y Tim para una final que no jugarían. Por fin, Hungría, en Colombes, con un ambiente local a favor de los húngaros. Antes del partido, en el vestuario italiano se recibe un telegrama de Mussolini: «Vincere o morire», es el texto escueto. No habría que tomarlo al pie de la letra, se supone, pero el telegrama daría lugar a muchos comentarios. El caso es que en una gran final los italianos ganarían, 4-2, con goles por pares de Colaussi y Piola. Misión cumplida. Podían regresar orgullosos ante el Duce y ante toda Italia, porque este Mundial, conseguido lejos de la protección que la exaltación fascista les otorgó en el que habían ganado en casa cuatro años antes, no se lo iba a discutir nadie. Y nadie se lo discutió.

Y cuentan que Szabó, el meta húngaro, conocedor del telegrama, comentó después: «Bueno, me han metido cuatro goles, me he quedado sin la copa, pero al menos he salvado once vidas».