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AS COLOR: Nº 9

El lado oscuro de Mané Garrincha

Divertía a los aficionados mientras jugaba, pero fuera de los terrenos de juego se desintegraba lentamente, noche tras noche, por la bebida.

Actualizado a
A la izquierda, Garrincha ante Mel Hopkins, de Gales, durante los cuartos de final del Mundial de Suecia el 19 de junio de 1958.
--AFP

Lo aprendió de su padre, Amaro, y quiso imitarle. “A chupar”. Este es un término que, cuando uno es pequeño, utiliza para explicar los intentos de ir regateando uno a uno a sus rivales en los partidillos con los amigos. Para él, Mané Garrincha, “chupar” era otra cosa. Era acabar con botellas una tras otra (tal vez cientos, tal vez miles) de alcohol para olvidarse de su horrorosa suerte en la vida, de su mala toma de decisiones en muchas ocasiones. Hasta que no pudo regatear a una última botella, la que le llevó a derrumbarse sobre el suelo de su casa el 19 de enero de 1983, y tras pasar una noche (otra más en su extenso currículo) en una clínica hospitalaria, amaneciese sin vida un día después, el 20 de enero, en Botafogo. El día anterior había sido trasladado en un deplorable estado. Su cuerpo había dado tantas vueltas como regates había repartido por miles de estadios. Una enfermera, tras escuchar varios improperios, le colocó una tirita en la frente, tapando una herida. Iban a ser casi las ocho de la noche. Le dejó en una habitación y se marchó. La siguiente enfermera que fue a verle lo hizo a las siete de la mañana de ese 20 de enero. Al verle quieto pensó que estaba dormido. Fue a tomarle el pulso, pero Garrincha, el nombre de un pequeño pájaro que posee una velocidad endiablada, se había marchado. Solo. Tristemente solo.

Manoel dos Santos fue el séptimo hijo de un vigilante nocturno, Amaro, que residía en Pau Grande. Siendo pequeño, sufrió poliomelitis, que le dejaría unas huellas imborrables en sus piernas: su pierna izquierda estaba curvada hacia dentro y la derecha era seis centímetros más larga. Al ser delgadito y con su problema en sus miembros inferiores, su hermana Rose le bautizó con el apodo de Garrincha, ese pajarillo tropical y veloz. Empezó a jugar en el equipo de su ciudad natal, el Pau Grande, en 1948. Tal era su aspecto, débil y desgarbado, que equipos como Fluminense, América y Vasco de Gama le rechazaron. Hasta que un amigo le convenció. “Ve y prueba en el Botafogo. Tendrás suerte”, le aventuró. Y allí se presentó. Jugaría un partidillo para que viesen sus evoluciones. Él, como un funambulista cualquiera, se pegó a la raya de la banda derecha. Y ahí desplegó todo un catálogo de regates, recortes, dribblings con el cuerpo, amagos con los pies… que desarbolaron a sus rivales y hacían reír a los escasos espectadores asistentes. Nilton Santos, La Enciclopedia, lateral izquierdo y uno de los mejores defensas del fútbol brasileño, y miembro de pleno derecho del Botafogo, era el encargado de marcarle. El presidente del Pau Grande le advirtió: “Ten cuidado. Te va a marcar Nilton Santos”. Mané respondió: “¿Quién? Para mí todos son Joao”. Para Mané, todos los defensas se llamaban Joao. Y es que gracias a uno, compañero suyo en Pau Grande, aprendió a regatear al filo de la línea de banda. Durante dicho partidillo, Santos fue víctima una y otra vez de los regates y amagos de Mané. Humillado, exigió su fichaje.El baile que le había dado había sido de tal calibre que pidió su contratación para no tener que medirse de nuevo a él en un terreno de juego. Así empezó la carrera de O Anjo das pernas tortas (‘El ángel de las piernas torcidas’, aunque para otros fue el ‘Demonio’) con el Botafogo. Allí militaría desde 1953 hasta 1966, año en el que pasaría al Corinthians (1966 hasta 1968), Flamengo (1969-70), Red Star de París (1971-72) y Olaria (1972). Su debut con la camiseta blanquinegra presagiaba la llegada de un jugador diferente al resto: el 21 de junio de 1953, el Botafogo derrotaba por la mínima (1-0) al Avelar, siendo él el autor del tanto. Casi un mes después llegaría el primero de sus grandes partidos. El 19 de julio se enfrentaron el Botafogo y el Bonsucesso. En ese encuentro, Mané, ya completamente integrado, anotó su primer hat trick en la liga brasileña. Empezaba a ser reconocido como un nuevo talento brasileiro. Los dirigentes del club de Río de Janeiro vieron rápidamente el negocio. Con un jugador así podrían asegurarse buenos ingresos y buenas taquillas. Si, además, era reconocido internacionalmente, tendrían la posibilidad de obtener más dinero. Poco a poco, su fama se fue extendiendo. En menos de dos años ya había sido seleccionado para formar parte de una selección carioca y en 1955 cruzó por primera vez el océano. Iba a vivir su primera gran aventura europea, y él se veía con los nervios de un principiante y la ilusión de lo desconocido. Cuando iba a embarcar, vio un loro en una tienda y lo compró. Su entrenador, Zezé Moreira, se le acercó y le preguntó: “¿Para qué te has comprado un loro?”. Y Garrincha, simple y llano, le replicó: “¿Con quién voy a hablar si no? Me han dicho que a donde vamos no hablan brasileño”, ante la incredulidad del técnico.

En Europa, su primer rival fue el Real Madrid, en un amistoso que acabó en tablas (2-2), jugado el día de San Isidro. Era un encuentro a favor de la Asociación de la Prensa y algún periodista despistado le bautizó como Sarrincha. Para Mané, el nombre del Real Madrid no le era  desconocido. Es más, él se enfrentaba cuatro o cinco veces al año al Real Madrid en Pau Grande. Sin embargo, aquel Real Madrid no contaba con Di Stéfano, Gento o Muñoz. Aquel Real Madrid lo conformaban trabajadores y directivos de la fábrica América Fabril. Frente a ellos se alineaba otro equipo, integrado por gente del pueblo, incluyendo su gran amigo, Pincel. Ambos equipos se disputaban un asado... y bebidas. La condición era que el que perdiese, tenía que pagar todo al otro equipo y, además, debía quedarse a ver cómo sus rivales se pegaban el gran festín. Mané acudía a ver los partidos y, cuando faltaba poco tiempo o el resultado era adverso para el equipo de su amigo, se calzaba los botines y, en un periquete, resolvía el entuerto. Podía perdonar un partido, pero no cachaça (una bebida brasileña), unas cervezas bien frías u otro tipo de alcohol.

En Madrid empezó su peregrinaje europeo. Ese año, en París, y a falta de cinco minutos del final, el Botafogo ganaba (5-1) cuando Moreira se acercó a la banda y le gritó a Nilton Santos: “¡Mantened la pelota! ¡Mantened la pelota!”. Garrincha, que oyó el grito, pensó que si los jugadores rivales se hacían con el esférico algo malo ocurriría, pidió el balón y se puso a regatear a cualquier contendiente que le salía al paso. Se pasó los cinco minutos esquivando piernas y regateando con su cuerpo. Nadie pudo arrebatarle la pelota. Debutó con Brasil apenas cuatro meses después, ante Chile, y ya su nombre era un tornado. Su cénit vendría en 1958, con motivo del Mundial de Suecia. Los psicólogos recomendaron su no inclusión en la lista definitiva para viajar al país escandinavo, pero Vicente Feola no se lo pensó dos veces. Le citó, le llevó y le hizo debutar en dicho campeonato. Brasil ganaría el primer título de los cinco que cuenta en su palmarés. Un año después, Mané estuvo a punto de volver a cruzar el océano. Esta vez era el Real Madrid de verdad quien quería ficharle. Ofreció 80.000 dólares por Didí y cuatro veces más (250.000) por él, pero la directiva blanquinegra desechó la operación. Sí traspasaron al primero, pero no a su gallina de los huevos de oro. Por aquel entonces, tanto el Santos como el Botafogo poseían dos tesoros de incalculable valor. Uno se llamaba Pelé. El otro, Garrincha. Los dos equipos recorrieron el mundo jugando par tidos por doquier. Pero, mirándolo fríamente, no eran dos equipos de fútbol. Eran dos circos, con dos números espectaculares a los que había que exprimir para ganar más y más dinero. Sin embargo, tanto Pelé como Garrincha se hicieron grandes amigos, aunque eran la noche y el día. Mientras el primero era completamente materialista, el segundo llevaba felicidad a las gradas. Y eso se notaba en sus equipos. El Santos era un conjunto más industrioso: llegaba, cobraba, jugaba y se marchaba. El Botafogo, por su parte, intentaba disfrutar y, a la vez, hacer feliz a los espectadores, que disfrutasen del partido. El club de Río solía cobrar unos 100.000 dólares por actuación, pero a cada futbolista que jugaba le pagaba unos 100 dólares (1.100 en total), a los que descontaban comida y alojamiento. En definitiva, a cada jugador le quedaban unos 60 dólares por encuentro jugado. Pero el dinero nunca fue obstáculo para Mané. Raro era el contrato que no le ponían en blanco y que luego la directiva se encargaba de rellenar en detrimento de su estrella.

Mientras, hacía y deshacía. Jugaba por placer, ganaba dinero, las mujeres se le acercaban (se rumorea que tuvo cerca de 40 amantes, aunque relaciones reconocidas fueran cinco con las que tuvo 13 hijos), la fama le rodeaba y no paraba de beber. Se cuenta que un día, conduciendo un coche ya de madrugada, vio a su padre (con el que no tenía una buena relación) cruzar una plaza y fue a por él, derribándole. Éste le defendió: “Déjenle marchar. La culpa ha sido mía por cruzar por donde no debía”. En México se encontró con Mario Moreno Cantinflas, al que admiraba. Empezaron a charlar y desaparecieron. Mané llegó al día siguiente al hotel donde se alojaba el Botafogo, rodeado por varias mujeres que le ayudaban a estar de pie.

Pero todo cambió a partir de una operación. En 1964, Mané empezó a sentir unos fuertes dolores en sus rodillas. Examinado por los doctores de la federación brasileña, le detectaron primeros síntomas de artrosis severa y debía ser intervenido. Por el contrario, los médicos del Botafogo, instruidos por la directiva del club, se negaron tajantemente. Mané decidió pasar por el quirófano. Esa decisión no gustó en el seno del club carioca, ya que preveía menos ingresos ante la ausencia de su crack. Su respuesta fue contundente: dejó de pagar a Garrincha, ya que había sido decisión suya el operarse. Ante tal tesitura, Garrincha decidió posponer la intervención. Tras jugar una serie de amistosos, el dolor fue a más. Un amigo le recomendó un doctor conocido suyo: el doctor Tourinho. Éste, tras ver el estado de sus rodillas, le aseguró que su problema radicaba en el menisco, que él se lo curaría. La operación no le iba a costar nada, sólo los gastos del hospital. Mané se arriesgó. Tras estar 20 días internado, salió como nuevo. Fue a celebrarlo a un bar.

Él no lo sabía, pero ése fue el principio del fin. Nunca llegaría a recuperarse del todo. Poco a poco se fue diluyendo. La gente ya no le reconocía. “Nadie tiene la obligación de conocerme. Ni un poquito. Sí es cierto que me gusta cuando dicen ‘por ahí va Garrincha’, pero ya digo que no me molesta si no me reconocen”, diría años después. Él mismo definió su vida con una frase demoledora y traumática: “Es una lucha entre el bien y el mal, pero siempre pierdo yo”. Retirado de los terrenos de juego, quiso volver a ser Manuel dos Santos, pero el personaje ya le había superado. En 1980 fue comentada su participación en el gran desfile del Carnaval. Le habían pagado unos 80.000 reais. Pero la imagen que dejó fue la de una persona lastimosa y penosa. Asemejándose a una figura de cera, apenas se movió de su trono y saludaba por instinto. Presentaba un aspecto casi fúnebre. Se extinguía lentamente La Alegría del Pueblo, hecho que ocurrió el 20 de enero de 1983, como otros funambulistas, caso del sueco Lennart Skoglund, George Best o el alemán Rudi Brunnemeier. Tipos que nunca se cansaban de regatear como de acabar con las existencias de licor de cualquier bar. Fueron únicos en su especie. Que reinaron mientras pudieron. Personas que vivieron deprisa, ante la indiferencia del resto. Jugadores a los que no les importó cruzar la raya. Extremos al fin y al cabo.