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FALLECE DI STÉFANO

Estética del adversario

Esta fotografía explica una historia. Fue cuando el Madrid enseñó a sufrir al Barça, que aspiraba a apearlo del cetro europeo; la Saeta Rubia explicó fútbol antes y después...

Actualizado a
Di Stéfano ante el FC Barcelona.
Archivo

Esta fotografía explica una historia. Fue cuando el Madrid enseñó a sufrir al Barça, que aspiraba a apearlo del cetro europeo; la Saeta Rubia explicó fútbol antes y después; lo hizo con pocas palabras, pero con hechos y con ironías, con una estética que lo convirtió en el mejor del mundo, sin otra discusión que la que excitan los ignorantes o los desmemoriados.

Su práctica dejó en el mundo una teoría del fútbol: éste sólo es interesante (para los jugadores, para el público) cuando a ti te divierte; y sólo es bueno si tú mismo lo haces bueno, con esfuerzo, con pasión, pero también burlándote de ti mismo. Burlándose de otros, Di Stéfano aterrizaba el balón donde merecía la pena: en el campito de su niñez. Agrandarse, dijo una vez para prevenirnos contra los fatuos, es de estúpidos; no marcas goles porque tengas más orgullo, sino por sabes meterlos. Y en esa fotografía en blanco y negro está corroborando esa alegría de jugar siempre para ser el que fue en las canchas de infantiles.

Así fue hasta el final, como en esa fotografía que rescata AS cuando lo despedimos. Cuando él avanzaba (alentado por Gento, por todo el equipo) el color blanco cegaba a los demás, a los que estaban en el campo, a los fotógrafos que lo seguían como si él fuera una exhalación implacable, y a los que estábamos en casa, a muchos kilómetros del estadio, abrazando desesperados la pasión azulgrana… Puskas, Gento…, y Di Stéfano. Don Alfredo era la palabra final, la finta decisiva; concentraba en su espíritu (y en su cuerpo) a futbolistas de muchas raigambres, y todos eran él: era portero, defensa, medio, y el delantero que aquí, en esta fotografía, se hace a sí mismo balón y entra en la portería, ante la desolación de su compañero, y adversario, Ramallets. Asisten, también, la desolación de Gracia y de Segarra, y seguramente el silencio o la ovación, según donde se jugara el partido.

Esta fotografía, que tiene un día concreto, un resultado concreto, una competición concreta (la Copa de Europa, que era en ese momento un especial patrimonio madridista) dice mucho más que mil palabras, porque muestra en un rasgo el entusiasmo del futbolista que gana pero también las razones de peso de su calidad: él ha marcado el gol, pero lo ha hecho después de un esfuerzo que se parecía al que Azorín usaba para explicar cómo debe escribirse: haciendo que lo difícil pareciera fácil. Y él, como Messi, como Pelé, como Maradona, como Cruyff, los que le siguen en el podium mundial del fútbol, mostraba su calidad sin efectos especiales: su estética era la del que domina las emociones y concentra toda su energía en la bota, en cómo ésta desplaza al balón hasta convertir ambos en aliados naturales.

Él sentía gratitud por esa alianza entre el balón y la bota, como explicaba Alfredo Relaño en un libro memorable sobre el astro, y la llevaba a las últimas consecuencias, para desesperación de sus adversarios, en primer lugar de sus adversarios barcelonistas. Y eso es lo que dice esta foto: el genio mayor del fútbol, vestido del blanco inmaculado que le llegó al alma y que es parte indisoluble de su definición como futbolista, celebra un gol, uno más, pero lo celebra como si hubiera sido el primer gol de su vida. Él juntó el fútbol, su fútbol, al entusiasmo de jugar; nunca dejó de celebrar el fútbol, y aquí está, celebrando una jugada; gana, siempre ganó Di Stéfano, hasta este último suspiro, cuando deja la vida y entra triunfante en la portería de la gloria.