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REAL MADRID 2 - BARCELONA 1

El Madrid golpea de nuevo

El equipo de Mourinho ganó por entusiasmo y ambición con un gol de Benzema al inicio y otro de Ramos al final. El Barça reclamó penalti a Adriano en el tiempo de descuento.

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Los jugadores del Real Madrid celebran su segundo gol ante el Barcelona, obra del defensa Sergio Ramos.
Los jugadores del Real Madrid celebran su segundo gol ante el Barcelona, obra del defensa Sergio Ramos.Kiko HuescaEFE

Partido con sol. Con la luz de los Mundiales. Ahí terminaron las promesas de un mundo mejor. El partido no se libró nunca de su condición de Clásico entre guerras de mayor calado. Había ambiente, pero faltaba drama. En contra de lo que suele ocurrir, los minutos no pasaron volando, sino que a ratos se hicieron espesos, pegajosos como un chicle en el zapato. Todo estaba repetido. El Barcelona no alteraba su discurso y el Madrid, tampoco. Peor todavía. De inicio, ambos equipos incidían en sus vicios: la retórica y el exceso de precaución. El Barça tocaba sin avanzar y su rival plantaba dos líneas militares por delante de su área, incrustado Pepe en el mediocampo, como en los viejos tiempos.

Resultó muy decepcionante no encontrar más rabia en el Barcelona ni advertir otro guión en el Madrid. Lo que vale fuera de casa no debería ser aceptado en el estadio propio, o no como modo de vida. Que quien visita el Bernabéu acumule un 70% de la posesión al final de la primera mitad es algo que no debería permitirse el Real Madrid, ya juegue contra el Barcelona o contra el Brasil del 70. La perversión es que la mayoría del público, en gran parte militarizado, perdona cualquier estrategia, por cicatera que sea, y abuchea al equipo contrario por no atacar con más ansia. Ayer sucedió no pocas veces. Con el partido empatado y el Madrid encerrado en su campo, el estadio culpó al Barcelona de su dominio casi absoluto y de su falta de profundidad.

El principio también fue una promesa incumplida. A los cinco minutos ya había marcado Benzema, al aprovecharse, en igual medida, de un buen pase de Morata y del escaso oficio de Mascherano cada vez que simula ser central. Cuesta calcular el tiempo que lleva el Barcelona necesitando un central y cuesta comprender su resistencia al fichaje. Tal vez no sea más que la resistencia a cambiar de estilo, su obstinación por morir haciendo versos.

Lo que parecía una tarde de goles se fue espesando, hasta el punto de que apenas había oportunidades que anotar. Y tampoco reactivó nada el gol de Messi. La jugada, al menos, sí fue una excepción: Alves encontró la espalda de los centrales y el argentino se encontró cara a cara con Sergio Ramos, posición de evidente ventaja si te llamas Messi y ves la portería tan ancha como el horizonte. Su disparo se coló entre las piernas de Ramos y el asombro de Diego López.

Imaginamos que Messi despertaría entonces, aunque nos volvimos a equivocar. Su estado anímico ronda entre el sueño y la tristeza, añadan algún tipo de disgusto primario, quizá infantil. De tanto en cuanto, los niños hacen huelgas de brazos caídos, en ocasiones los niños deciden no pasárselo bien y se lo pasan francamente mal.

El Barça siguió calcando sus pasos sobre el césped, como si practicara de forma autómata un baile aburrido y desapasionado: un paso hacia delante y dos hacia atrás. Para el Madrid la peor noticia era el protagonismo de Pepe. Su elegante superioridad cuando juega en el centro de la defensa, se convierte en distorsión permanente cuando lo hace de centrocampista. Pepe lo enreda todo. Se afana más en provocar amarillas que en jugar al fútbol, finge, grita, protesta, sobreactúa. A falta de juego, sus aspavientos amenazaron por devorarlo todo, incluida la imagen heroica que el Madrid se trajo del Camp Nou.

En la segunda mitad, el Barcelona se fue achicando más y más. Fue cuando quedó en evidencia su otra debilidad, la que tiene que ver con el físico, potenciada por el desánimo. En ese preciso momento, la entrada de Cristiano y Khedira (por Benzema y Kaká) agrandó todavía más la diferencia. No se recuerda más aproximación culé que una de Villa taponada por Varane, excelente de nuevo. Lo que siguió fue un mayor empuje del Madrid, un tiro de Cristiano como un sputnik, un remate de Morata que desvió Valdés y, por fin, el gol de Sergio Ramos, cabezazo imperial a la salida de un córner.

Ya no había rastro del Barcelona. Su suerte es que el árbitro le sirvió la excusa perfecta, la que distraerá a muchos aficionados del desastre y hará que otros sigan proclamando la pervivencia del sistema, de la vida en verso. En el tiempo añadido, Ramos derribó Adriano y le hizo penalti. El bochorno por la derrota y por la impotencia se transformó entonces en indignación y reclamaciones al árbitro, en tarjetas y en la expulsión de Valdés. Quedarse con eso es olvidar lo esencial: el Madrid tiene la combinación de la caja fuerte del Barcelona.