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Valladolid 2 - Real Madrid 3

El genio que surgió del frío

Dos goles de Özil dieron la victoria al equipo de Mourinho contra un valiente Valladolid. Doblete de Manucho en 21 minutos. Callejón acabó de lateral zurdo.

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UN MOMENTO MÁGICO. Özil marcó el gol definitivo con un magistral lanzamiento del falta y todo el equipo acudió a felicitarle tras su golazo.
UN MOMENTO MÁGICO. Özil marcó el gol definitivo con un magistral lanzamiento del falta y todo el equipo acudió a felicitarle tras su golazo.

En la noche áspera y fría de Valladolid, el futbolista más sedoso de cuantos pisaban la hierba escarchada de Zorrilla decidió el partido: Özil. Lo hizo así: primero regateó a las piernas tiesas, después saltó sobre los sistemas tácticos, luego apartó los pulmones de los fondistas y por fin, despejada la cacharrería y las vísceras, se puso a jugar con la pelota. Como un niño. Concretamente, como el niño que surge detrás del abrigo, el forro polar, las manoplas de lana, la camiseta térmica y gorro de inca. No conviene abrigar demasiado al talento. Se ahoga.

El partido admite otras interpretaciones. Se podrá decir que lo ganó Mourinho con los cambios. Cambios tácticos, de posiciones y de hombres. Cambios de humor, de parecer y de perspectiva. Antes de perdernos en la anotación de las permutaciones, pudimos advertir a Callejón de lateral zurdo y a Alonso de central. Lo asombroso es que nada se alteró, salvo nuestro desconcierto. Entre los muchos méritos de Mou quedará la invención del futbolista intercambiable, del soldado universal. Y tal vez sea eso lo que más le irrite de Özil: que no se deja intercambiar. Con luces y sombras, con babuchas y ojeras, no hay otro como él.

El Valladolid se puede culpar de poco. Prometió fútbol y enseñó el que tiene. Nada dijo de defender. Su facilidad para alcanzar el área rival es la misma que encuentran los rivales para pisar la suya. Ese desmedido amor por el espectáculo no le impide ser séptimo, pero le hace muy difícil ganar al Madrid.

Trueno. Admito, no obstante, que Manucho nos hizo dudar de lo que ahora tenemos tan claro. Se decía de Barbra Streissand que era la más fea de las guapas o la más guapa de las feas. Llevado al fútbol, lo mismo valdría para Manucho. No está claro si es el más limitado de los jugadores geniales o el más genial de los futbolistas limitados. Probablemente, y a ratos, todo sea cierto. En los primeros 21 minutos, Manucho se erigió en tormento y verdugo del Madrid. Marcó dos goles, tumbó a Ramos de un codazo y provocó un pánico irracional en cada balón controlado y en los que dejó de controlar, unos cuantos. En ese trepidante arranque, Manucho fue el príncipe de los balones divididos, el terror de los centrales y el perejil de todas las salsas. Hacía mucho que los centrales del Madrid no eran desarbolados por un delantero y apuñalados en dos saques de esquina.

Manucho, a bocajarro de pie y de cabeza, adelantó por dos veces al Valladolid y lo colocó en situación de ventaja hasta el minuto final de la primera parte. Entonces surgió Özil. Y lo hizo con los planos de un edificio bajo el brazo. La jugada, en esencia, consistió en desplegar el plano principal y esperar a que alguien lo sujetara del extremo más lejano. Benzema lo hizo. El resto fue un trazo: pase, tacón y gol. Hay paredes que son retablos.

La sentencia fue igualmente artística. La falta en la frontal tenía más novias que una princesa de Mónaco. Decir que la tiró Özil sería una vulgaridad. La rindió homenaje. Hay palmadas que se dan con menos amor y pocas tan decisivas. Pregunten al balón. De tan feliz se columpió en el larguero. Después de tanto soldado, por fin un niño.