Empapados de gloria

Primera | Osasuna 1 - Real Madrid 2

Empapados de gloria

Empapados de gloria

Heroica remontada que vale una Liga. Puñal adelantó a Osasuna a falta de seis minutos. Robben e Higuaín marcaron después. Guinda al título

Lo necesitaba la Liga y lo requería el campeón. No existe un torneo mediocre con un final así. No hay un equipo mediano con una determinación tan grande. El Madrid ha ganado su 31ª Liga y la ha conectado con todas las demás, con su historia fabulosa, con esa leyenda que niega la rendición por encima de cualquier adversidad. Que nadie lo olvide: el uniforme es blanco para llenarlo de barro y de sangre. Y así terminaron las camisetas anoche. Manchadas de gloria. De campeón.

El guión fue brutal y se guardó un desenlace grandioso, que me perdone Osasuna. El Madrid perdía 1-0 a siete minutos del final, rasgado por un penalti absurdo, palmeo de Heinze. A tres de la conclusión, Robben empató con un cabezazo que pertenecía a Van Nistelrooy. A 120 segundos del final se obró el milagro. Diarra avanzó como un soldado entre el fuego de morteros y se derrumbó en la frontal, exhausto y acribillado. Entonces Sergio Ramos abrió a Higuaín y el chico marcó en un gol todos los goles que había fallado antes, cincuenta o mil. El jugador que disparaba por encima del arco iris cargó en su pierna derecha toda la rabia por las dudas ajenas, por los comentarios que duelen. Y el balón que salió de allí fue de fuego y revancha. Imparable, por tanto.

La historia se resolvió en ese golpe final, pero hubo un momento clave. Después de una primera parte controlada por Osasuna, el partido debía estallar en la segunda mitad y lo hizo. Había mucha emotividad, excesiva tensión, demasiado en juego. Y fueron cayendo los más débiles. Primero, Cannavaro. A los 20 segundos de la reanudación, el napolitano derribó por detrás a Plasil y vio la segunda tarjeta amarilla. Es cierto que intentó frenarse, pero es verdad que se lo llevó por delante. Y no vean en ello ni maldad ni rudeza. Cannavaro tiene un exceso de energía como otros tienen exceso de grasa, o de seborrea.

El Madrid perdió un defensa, pero ganó algo mucho más importante: heroismo. En el mismo instante de la expulsión, su partido dejó de ser mediocre para convertirse en épico. Y así quiso responder el equipo, con grandeza, al límite de sus fuerzas. Empapado por el torrente que caía del cielo.

La expulsión era una oportunidad para redimir un partido y para exaltar una Liga. Para olvidar los minutos anteriores y empezar de nuevo. Hasta entonces, Osasuna había dominado el juego y el escenario. Sin despreciar los choques, se apoderó del balón y cayó en su paradoja. El equipo recurre a los valores de la tribu para hacerse notar (pelea, coraje, mordiscos), pero su fútbol no es ese. Osasuna, su juventud, tiene calidad y recuerda en ese sentido al Athletic y a sus jóvenes, cuyo carácter mítico se define en los poemas a golpe de pelotón que los arrollo, aunque hoy esos chicos se expresan a ras de hierba.

Problemas. En el Madrid algo no funcionaba, o mejor será decir que funcionaba al revés. El hecho es que mientras Sneijder apenas aparecía, Diarra estaba espléndido, en largo, en corto y en la media distancia. En cualquier caso, Guti se echaba en falta y ni siquiera el magnífico rendimiento de Gago (sublime en la contención) cubría su ausencia, su capacidad de construcción.

Con el partido en llamas, los madridistas reclamaron mano de Monreal, que braceó presionado por Raúl. Osasuna respondió con varias ocasiones encadenadas. En un intento de controlar ese puñado de nervios, los entrenadores movieron ficha y las arrastraron todas. Ziganda dio entrada a Pandiani y Kike Sola, en lugar de Portillo y Javier Flaño. Schuster subió la apuesta: retiró a Raúl por Higuaín.

A continuación se despeñó el partido. Heinze cometió penalti y al caer tuvo suerte, porque le pisotearon la mano izquierda y la sangre le pringó la camiseta. Puñal marcó. Arreciaba la lluvia. Y se cocía el barro.

La reacción del Madrid fue furiosa. Higuaín sacó una falta y Robben marcó el primer gol de cabeza de su vida. Lo que vino recordó a un huracán y Osasuna no acertó a cerrar las puertas porque las puertas ya habían volado.

Cuando Higuaín controló el último balón ya lo tenía todo planeado: dejarse el alma. Lo necesitaba él, la Liga y el campeón.