El Madrid se deja matar

Primera | Racing 2 - Real Madrid 1

El Madrid se deja matar

El Madrid se deja matar

Marcó primero y tuvo al Racing a su merced. El árbitro favoreció a los locales con un penalti inexistente. A Capello le faltó ambición

Si te instalas en el mundo del feísmo pueden suceder cosas así: que te ganen feo. De esa forma perdió el Madrid en Santander: víctima de su propia indecisión, perjudicado por un penalti que no existió y muerto, al fin, por un entrenador que sólo sabe excavar túneles. Para el Racing queda el valor de no rendirse, que es precisamente la virtud de Munitis, ese futbolista que nos recuerda la capacidad de los átomos agitados para producir energía nuclear. Debe ser cierto que las pequeñas estaturas acumulan una furia permanente. Los bigotes tienen efectos similares y no hablaremos de la mortífera combinación de ambos. Munitis se dibuja una barba fina que pudiera ser mostacho con afluentes.

La derrota del Madrid es dolorosa por cualquier lado que se mire. Casi cruel. Por una parte, significa un sonoro tropiezo en plena persecución por el título. También ataca a la esperanza, a ese optimismo irracional que alimentaban los últimos resultados y los primeros cofrades. Pero hay algo más grave: vuelve a desnudar a un equipo cosido, únicamente, con el talento espontáneo del que pasa por allí. Sin sistema, sin entusiasmo y sin fe.

Haría mal el Madrid en lamerse las heridas con la excusa de la actuación arbitral. Nadie niega que Turienzo se imaginó el penalti que le sirvió al Racing para empatar y nadie pone en duda lo que eso debe molestar. Pero es que el Madrid se mete solito en esos callejones oscuros. Y cuando frecuentas lugares tenebrosos te ves envuelto en situaciones tenebrosas. Pretendo señalar que Capello ha creado un equipo que no busca ninguna excelencia y que se conforma con sacar adelante las victorias sin emplear en ello un ápice de gloria. Y eso, que le ha aproximado a muchas victorias por el simple peso del talento, también le ha acercado a otras tantas derrotas por el simple peso de la vulgaridad.

El Madrid tuvo todo a su favor para ganar con suficiencia al Racing y acostarse como líder, milagro homologable. Primero se vio favorecido por un error clamoroso de Garay y luego asistió al desmorone de su adversario, al que de pronto se le descubrieron las vergüenzas y, poco después, el mérito. Es verdaderamente admirable que un equipo tan ajustado, al que nada sobra, luche por un puesto en competición europea. Y lo es más si pensamos que ayer el sistema de supervivencia del Racing no encontró a uno de los dos delanteros en los que se fundamenta, Zigic, dos tercios de la fórmula del éxito. El serbio sólo apareció en el último suspiro para convertirse en presa de Cannavaro, que controló su naturaleza homicida 89 minutos e hizo penalti al siguiente.

El plan. Pero empecemos por el principio. Mientras el Racing descubrió sus cartas al sacar de centro y colgar el balón al área de Casillas, Capello se presentó con una alineación que repetía pivotes, los suyos, Diarra y Emerson. Era el riesgo de elogiar el rendimiento de ambos en el último partido, en casa y contra un Osasuna pendiente de otros objetivos; es decir, cuesta abajo. El resultado de la apuesta no deparó sorpresas: el Madrid exhibió músculo, pero careció de imaginación, de ritmo, de música, de fútbol. Porque Diarra, esmerado y a ratos preciso en el pase largo, necesita a su lado un centrocampista de talento, como ustedes y yo sabemos, y Capello no.

El argumento del partido fue un desarrollo de los primeros minutos. El Racing llegaba mucho y el Madrid llegaba mejor. Especialmente, cuando los blancos se aliaban con Toño, uno de esos porteros inquietantes, capaces de paradas inverosímiles y de fallos demoledores. Pronto nos descubrió que su tarde sería inestable. A los seis minutos, espantó con el guante un disparo lejano de Diarra como quien ahuyenta una mosca peluda y gigante, con cierto pavor. Si la jugada no acabó en gol es porque Van Nistelrooy tardó en reaccionar lo que una hormigonera en ponerse en marcha.

Desde luego, no era un día para los tipos altos. Zigic también se mostraba extrañamente torpe, perfectamente marcado por Helguera en la retaguardia y Cannavaro en la anticipación. Así que tuvo que ser Munitis quien iniciara la revuelta, con la ayuda aislada de Serrano, perdido demasiadas veces en su intermitencia.

Sin embargo, el primer gol fue madridista. Garay, central de hechuras y futuro, recibió un balón comprometido de Cristian Fernández. En lugar de patearlo y gritar a su compañero boludo y lindezas parecidas, como hubiera hecho cualquier central argentino de pelo en pecho, el chico (20 años) trató de burlar el acoso de Higuaín con una suerte que está por descifrar. El caso es que perdió la pelota en su área, Higuaín asistió a Raúl y el capitán marcó con la inestimable colaboración de Toño, que abrió más rendijas de las debidas.

Ocasión. El tiempo que discurrió desde el gol hasta el empate del Racing, 40 minutos, lo tuvo el Madrid para rematar a su enemigo. Casi a placer. Pero el conformismo casa mal con el instinto asesino. Y esa también es la asignatura pendiente de algunos jugadores como Robinho, empeñados en el arabesco cuando toca dar la puntilla. Jugar bien al fútbol también es entender los partidos.

El caso de Higuaín es diferente. Sus problemas con el gol no tienen relación con las florituras, sino con algún tipo de bloqueo mental que se confunde con la mala suerte. En ese sentido recuerda a Fernando Torres. Incluso marginado a la banda derecha, sigue siendo un futbolista directo y afilado, hasta el punto de que sus centros a la olla y sus disparos a portería fueron los acercamientos más venenosos del Madrid. Pero unas veces Toño y otras la falta de ayuda le dejaron compuesto, sin novia y casi sin tobillo, el que se llevó Cristian Fernández en una de sus internadas, tal vez penalti.

A esas alturas del encuentro, el Racing recuperaba el pulso, aliviado por la inacción de Capello, que no movía el banquillo aunque resultaba evidente que su equipo necesitaba la profundidad de Guti y controlar más el balón.

Munitis avisó en el minuto 65 al golpear mal en boca de gol un magnífico pase de Serrano que se comió Marcelo. El brasileño también nos avisó: es alarmantemente liviano en defensa. Como el entrenador no le permite subir la banda, sus intervenciones no son otra cosa que un escaparate de sus defectos.

Poco después, en la enésima caída de un racinguista en busca del penalti, el árbitro picó. Diarra le arrebató el balón a Scaloni, pero el argentino se retorció con arte. Garay transformó.

Lo que siguió fue un retrato. Capello, que ya había dado entrada a Guti por Raúl, incorporó a Mejía en lugar de Robinho. Con la Liga en juego y la victoria por decidir, retiraba a un delantero por un central, uno de esos gestos que ofenden la grandeza de un club. Y el asunto es más truculento: hacía rato que Emerson cojeaba. El castigo fue implacable: Garay marcó el segundo gol en el segundo penalti a favor del Racing, justo esta vez.

Hace unos días el Washington Post hizo que uno de los mejores violinistas del mundo tocara en el metro en hora punta para comprobar la sensibilidad artística de la gente. El músico pasó inadvertido, nadie se detuvo, sólo un niño al que su madre metió prisa. En el Madrid sucede exactamente lo contrario. Es la mediocridad la que ya no llama la atención. Pasamos de largo y alguien debería detenerse.