El Madrid sube de puntillas

Primera | Mallorca 0 - Real Madrid 1

El Madrid sube de puntillas

El Madrid sube de puntillas

Una falta lanzada por Reyes dio la victoria a los blancos. El Mallorca no aprovechó sus ocasiones en la primera parte. Poco fútbol, sólo emoción.

Lo hemos visto mil veces. Este triunfo del Madrid. Es habitual en los últimos tiempos. Más que perseguir la victoria, el equipo escapa de la derrota, o del empate, que es casi lo mismo. Sucede así: primero se entrega espacio y ventaja, se jalea al enemigo. Después, en un instante que se localiza cerca de la reanudación, se decide ir a por el triunfo, pero sin lanzarse, goteando. La mayoría de las veces eso es suficiente porque la mayoría de los adversarios en la Liga están muy lejos de una media docena de equipos privilegiados, no son más, plantillas con más arte que martillos.

Victorias como las de ayer se festejan mucho, porque se celebra el rayo de luz, la perla que evitó el desastre. Y todo eso hace olvidar los rasguños, las miserias, el camino. Cuando esas circunstancias se convierten en estilo hablamos del resultadismo, esa filosofía que se basa en lo incontestable de los números: tres puntos más, los mismos que Barcelona y Sevilla, colíderes. Y la excusa perfecta: el día que juguemos bien...

Reconocido y valorado el puñetazo que tumbó al Mallorca, estaba por apuntar que la primera parte del Madrid fue espantosa. Pero me corrijo, estoy exagerando. Fue mediocre, lo que es mucho más grave, y triste. Porque en la repetición del desacierto se puede esconder una maldición egipcia o una acumulación de lo que serán aciertos futuros, bonos convertibles. Algo. Ausencia de musas o la gripe. O más fácil, pura perversión: Darth Vader, el lado oscuro, Joker.

La monotonía, en cambio, se perdona peor. Porque es el ejercicio de pasar inadvertido. Lo señaló un espectador adyacente y yo lo copio: "Ya falta hasta calidad". Eso parece, porque a estas alturas no creo que nadie dude del compromiso, del sudor en los entrenamientos. Aunque también pudiera haber ocurrido otra cosa: que tantos giros de timón hubieran mareado a los propios marineros. Tal vez sea eso: después de tantas tormentas, nadie se arriesga, ni sobresale, por miedo a perder la cabeza. Que me quede como estoy, virgencita.

En la primera mitad las mejores ocasiones fueron del Mallorca, que no tuvo que hacer nada heroico para ser mejor que su rival. Para marcar la diferencia bastó Ibagaza. Es verdad que el tono del equipo fue bueno y su presión en el centro del campo resultó muy incómoda para el Madrid, pero fueron las sutilezas del Caño las que elevaron a sus compañeros.

Este jugador chaparro, que más que piernas tiene ancas, es un magnífico futbolista, con la deliciosa virtud del último pase. Tal vez su aspecto, dicen que menguante, esconda el secreto de su talento: hay ciertos genios del fútbol cuya tendencia a engordar no es gula, sino la mística de la transformación del genio en pelota. Maradona ya lo fue y anda medio pinchado. Hay otros casos, mediten.

Acercamientos.

La primera oportunidad del Mallorca nació de las botas de Ibagaza, pero la pelota corrió más que Maxi. No habían pasado ni dos minutos. En el siguiente acercamiento, a los siete, Maxi ya entendió que esos balones son como becas en el extranjero, una oportunidad y una salida; su disparo se estrelló en el cuerpo de Casillas. El Madrid tardó diez minutos en contestar. Fue en un empalme de Van Nistelrooy desde fuera del área que voló dirección Pollensa.

El panorama era el que sigue: los blancos, flácidos, perdían balones sin fin. El equipo estaba únicamente prendido por Gago, más inconstante que otras veces. En el Mallorca, lo dicho: Ibagaza transformaba el entusiasmo en fuego.

En la primera mitad, Higuaín fue el madridista que estuvo más cerca de marcar. Diarra disfrutó de su único momento de lucidez y buscó al delantero en largo. El chico controló con mimo y elegancia, pero falló en la conclusión. Ese es el único defecto que se le adivina. Y es un gran defecto entre multitud de virtudes.

Por parte del Mallorca, quien más se aproximó al gol fue Jonás Gutiérrez, un futbolista al que apodan el galgo y que se confunde en sus carreras con el fantasma de Miquel Soler. En su galopada de más mérito recortó a su par y chutó con peligro, pero lo desbarató bien Casillas.

No hubo mucho más antes del descanso, sólo tiempo para desesperarse con Robinho, empeñado en frivolizar acciones que sólo requieren aseo y rapidez, tocar y marcharse. Intuyo que su titularidad se salva por la falta de alternativas que tiene Capello.

Si Robinho fue la decepción, la buena noticia la protagonizó el joven Torres, que subió por la banda izquierda con alegría y centró con temple e intención, haciendo olvidar que su pierna buena es la derecha.

En la segunda parte, el Madrid mejoró un poco y sólo ese impulso inclinó el choque a su favor. A un equipo con esa superioridad técnica le basta con igualar los méritos de su adversario, y tampoco eran tantos los del Mallorca. Tal y como se temía, Ibagaza, con el tiempo, fue desapareciendo en esos mundos que habitan ellos, los diferentes, los que ven cosas.

Primero avisó Van Nistelrooy, que aprovechó un balón a la carrera que le remitió Helguera. Hace bien poco esos eran los balones de Ronaldo, los que no le enviaban. Pero no hubo oportunidad como la de Diarra. A la salida de un córner, Ramos le cedió de cabeza uno de esos balones que sólo necesitan un flequillo. Aunque parecía imposible, Diarra la echó fuera. Sólo se explica por la cantidad de golpes que había recibido hasta entonces, tropiezos con enemigos y caídas que hubieran deslomado a un gimnasta.

Cuando la deriva estaba señalada, Sergio Ramos tuvo que abandonar el campo por lesión. La decisión de Capello confirmó que Salgado apenas cuenta. En lugar de darle entrada, prefirió apostar por Raúl Bravo y cambiar de lateral a Torres. Y cumplieron ambos, conste.

Caos.

Tan pobre era el partido que estaba expuesto a que cualquier incidencia le pusiera título. Así, corrió el riesgo de enfangarse por un gesto sin maldad, casi cómico. Al descubrir a un rival tendido, Gago quiso enviar el balón fuera, pero el balón no abandonó el campo, sino que aterrizó en Van Nistelrooy con pinta de asistencia. Y el holandés, que no vio heridos, no lo dejó escapar.

Cuando las aguas volvieron a su cauce, marcó el Madrid. Fue en un lanzamiento directo, sólo podía ser así. Reyes, hasta ese momento una sombra, tocó la pelota con dulzura y la mandó a la escuadra. El vuelo de Moyá se estrelló contra el palo. Reyes lo celebró con ardor, pero un buen maestro no le hubiera abrazado: le hubiera recriminado que se limite sólo a eso, con todo su talento.

El Mallorca se desmoronó y cuanto más intentó marcar, más cerca estuvo el Madrid de hacerlo. Partidos así no ofrecen segundas oportunidades. Ya están escritos. Todos iguales.