La trayectoria de Bilardo es sospechosa. Ya en el Mundial juvenil de Arabia Saudí, en 1989, tuve noticias alarmantes de los chicos de la selección de Argentina, que jugaban a las órdenes de Pachamé, un colega del narigón. En ese equipo estaban, entre otros, Simeone y Bonano, contemporáneos de futbolistas españoles como Moisés o Cañizares. La disciplina de la albiceleste no pudo con España (aunque ahí vimos el primer gol del Cholo a Cañi) ni con Brasil, que los tumbó en la recta final del campeonato. Argentina hizo historia, en fin, por su dureza. Pachamé, como Bilardo, mandó a sus chicos a las trincheras. No parecían juveniles, la verdad. Parecían legionarios.
Parece que ese estilo acabó con Bilardo. Después llegó Basile y Argentina volvió a distinguirse por su buen juego, por su estilo y por su calidad. Precisamente las virtudes que la habían llevado, de la mano de un glorioso Maradona, a conquistar el Mundial de México 86. Esa es la imagen que nos queda de Argentina, y no la de Italia 90, una Copa para el olvido en la que el propio Diego salió por la puerta de atrás, la del doping, y que ahora enturbia aún más con el episodio del bidón. Branco, que la pegaba que la rompía, bebió ese agua. Y se durmió. Una treta de la que se jacta Bilardo. Ya saben: agua que no has de beber, déjala correr.